Historia 18- La calma de los inviernos
Hace dos años que la chica de la sonrisa eterna convive con
la Esclerosis Múltiple.
Su bastón, apoyado junto a la ventana, guarda las marcas del tiempo como un
viejo diario. En él se leen los días buenos, los malos y esos intermedios donde
el cuerpo duda, pero el alma insiste.
A veces recuerda cómo todo empezó: aquel hormigueo en las
manos, el vértigo, los tropiezos que no tenían explicación. El miedo le
revolvía el sueño y la hacía despertar sobresaltada, como si el cuerpo gritara
cosas que el corazón aún no estaba lista para oír. El diagnóstico llegó
envuelto en silencio. No hubo grandes gestos, solo una frase médica que le
cambió el mapa de la vida.
Durante un tiempo, creyó que todo se detendría. Se sentó en
el sofá y dejó pasar los días mirando la lluvia caer. Pero el miedo, como la
tormenta, también pasa. Aprendió a esperarlo, no con resignación, sino con
paciencia. Tejía bufandas mientras pensaba en todo lo que aún podía hacer. “No
corro, pero creo, imagino, sigo aquí”, se repetía.
Descubrió que la vida no siempre se mide en carreras, sino
en pausas.
Que la fuerza no siempre ruge: a veces respira bajito, en la constancia, en la
calma, en la ternura con una misma.
Que hay belleza en aceptar los ritmos del cuerpo, como quien acepta los
inviernos sabiendo que, tarde o temprano, vuelve la primavera.
Empezó a salir de nuevo. Caminaba despacio por el parque,
observando cómo el viento movía las hojas. Cada paso era un pequeño triunfo. Se
permitía descansar sin culpa, reír sin miedo a tropezar, llorar sin esconderse.
Volvió a pintar, algo que había dejado años atrás. “Pintar es como vivir con EM
—pensaba—: a veces la mano tiembla, pero la imagen igual florece”.
Aprendió a escuchar su cuerpo sin reproches, a detenerse
cuando el cansancio llegaba, a celebrar los días en que las piernas respondían,
a agradecer los instantes de ligereza. Entendió que su fortaleza no estaba en
lo que hacía, sino en lo que seguía soñando.
Hoy, cuando el sol se cuela entre las cortinas, ella sonríe.
Su cuerpo avisa, pero su alma responde con serenidad.
Porque la EM, sin quererlo, le enseñó la lección más grande:
que vivir no es correr, sino permanecer.
Entre tazas de café y tardes lentas, sigue floreciendo.
No como antes, sino como ahora: más sabia, más serena, más ella.
Su vida ya no se mide en lo que perdió, sino en todo lo que descubrió en medio
del invierno:
una forma distinta —pero profundamente suya— de seguir siendo luz.
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