Historia 20- Mis nuevos pasos
Cuando me dieron el diagnóstico, sentí que el suelo se abría
bajo mis pies.
Tenía treinta años y una lista infinita de sueños: viajar, correr una maratón,
abrir mi propio negocio. Pero, de pronto, fue el cuerpo quien habló primero.
Mis piernas comenzaron a flaquear, y el vértigo se volvió compañero de viaje.
Recuerdo la consulta como si fuera ayer. El médico hablaba
con voz serena, mientras yo apenas podía procesar las palabras “Esclerosis
Múltiple”. No entendía cómo algo que no se ve podía cambiarlo todo. Me fui a
casa sin decir una palabra. En el ascensor, al verme reflejado, apenas me
reconocí. No era miedo lo que sentía, era una mezcla de incredulidad y pérdida.
Las semanas siguientes fueron un torbellino. Pasé de la
negación a la rabia, y de la rabia a la tristeza. Pero la vida, testaruda como
es, se abría paso incluso entre mis dudas. Mi hermana me llevó a caminar al
parque; mis amigos me insistieron para ir a tomar algo; mi padre me acompañó a
cada cita médica. Entendí que no estaba solo, que mi historia también era la
suya.
Decidí entonces recuperar el control, aunque fuera de otra
manera. Empecé fisioterapia, adapté mis rutinas y aprendí a respetar mis
tiempos. Compré una libreta donde escribía todo lo que lograba, por mínimo que
pareciera: “Hoy me vestí sin ayuda”, “Hoy caminé tres manzanas”, “Hoy dormí sin
miedo”.
Esos pequeños triunfos se convirtieron en mis nuevas victorias.
La EM me quitó certezas, sí, pero me regaló una brújula
nueva.
Me enseñó que la fuerza no siempre se demuestra corriendo maratones, sino
levantándose una y otra vez, aunque sea despacio.
Entendí que no era menos hombre por tener que pedir ayuda, sino más humano por
aceptarla.
Hoy, cuando me miro al espejo, ya no veo a alguien roto,
sino a alguien distinto, más consciente. Me tomo mi café mirando por la ventana
y agradezco cada día que puedo moverme, pensar, reír, sentir. Ya no mido mi
valor en lo que hago, sino en cómo sigo adelante.
La EM me cambió, sí, pero no me robó.
Me enseñó a vivir sin prisa, a disfrutar de lo que antes daba por sentado: el
olor del pan recién hecho, una tarde con amigos, un paseo lento bajo el sol.
Cada día que amanece, aunque el cuerpo dude, el alma avanza.
Y en ese movimiento, a veces lento pero firme, me descubro de nuevo: fuerte, vivo, posible.
Comentarios
Publicar un comentario